lunes, 2 de diciembre de 2013

Las chicas de la Facultad

Las generalizaciones son, para nuestras historias, lo que un barniz final es para la capa pictórica de un cuadro. Si miramos el cuadro color a color perdemos de vista el conjunto, vemos manchas, pequeñas historias que de tan reales y cercanas nos atrapan y nos hacen perder la sensación de abarcar el total. Aún a riesgo de homoge-neizar tanto los matices llegamos a percibir una imagen irreal, pero que es la que verdaderamente nos interesa desde el punto de vista narrativo. Hablar de las chicas de la Facultad es una de esas generalizaciones. De todas ellas en su conjunto, del turno mañana y de la noche, una verdadera aberración sociológica pero un divertimento para nuestros recuerdos estudiantiles. Mientras las estudiantes de abogacía iban a la Facultad para conseguir marido, las de psicología para conse-guir un trabajo práctico y las de ingeniería para conseguir algo; las chicas de la Facultad iban sobre todo a mostrarse, a disfrutar una eterna y magnífica exhibición de si mismas. Si existe en el exterior del país un prototipo de argentino con fama de egocéntrico y exhibicionista quizá las chicas de la Facultad sean las más argentinas de las argentinas. En mi época las muchachas se clasificaban en muy buenas, buenas, regulares y estudiantes de ingeniería. Las chicas de la Facultad ocupaban los más altos lugares en la permanente categorización de sus bondades que los argentinos hacen de las argentinas (y de todas las chicas del mundo). En realidad mis verdaderos recuerdos de las chicas de la Facultad arrancan el año en que tuve que cursar al-gunas materias por la mañana. Hasta ese momento lo había hecho por la noche, después de agotadoras horas de trabajo en una oficina y, para ser franco, la sexualidad era para mi una materia ignota que no figuraba en la currícula universitaria; pertenecía al mundo de mi oficina y los amigos de los fines de semana. Las chicas de la Facultad, hasta ese momento, eran compañeras asexuadas que no despertaban en mi el más mínimo interés. Como iba diciendo, un año, un aciago año, tuve que cursar por la mañana. Temprano en el autobús, uno arribaba a la Facultad con muy pocos compañeros, la mayoría hombres, un poco dormidos, y mis recuerdos invernales suman el dato de muertos de frío. Si comparaba con mis experiencias de transporte nocturno se podría decir que a la mañana no iba nadie a la Facultad. Craso error, la Facu estaba llena; la mayoría llegaba en el coche de papá. Entre otras intenté cursar Historia II, con Iglesias, todo vestido de negro como un cantautor catalán, juvenil, hiperintelectual, las sienes canas y ese aire de porteño nostálgico que luego haría famoso con su inseparable Mario, dúo que inmortalizaría de una vez por todas a los enanitos de cemento de los jardines suburbanos. No había chicas en el curso, era una especie de muestrario de Porches, Ferraris Testarossa, BMW y demás iconografía hiperrealista asociada a la máquina; eran máquinas infernales. Se vestían de forma que uno siempre se preguntaba qué se pondrían en caso de tener que ir a una fiesta. En invierno había más zorros patagónicos que en el propio sur argentino, en verano jeans ajustados y remeritas pegadas al cuerpo que no llegaban a la cintura. Siempre delicadamente despeinadas, echándose el pelo hacia atrás con la mano derecha, una y otra vez, dejando que dulcemente el pelo volviera a taparles parcialmente una carita de ángel, muy maquillada, que te dejaba sin habla. Tengamos en cuenta que yo, por entonces, era un chico de barrio, egresado de un colegio interno, que había batallado poco en la calle y casi nada con chicas de más allá de mi barrio. En ese entonces Belgrano era tan lejano como Nueva York, y seguramente de allí y todavía más al Norte, procedían muchas de las que entonces fueron, por muy poco tiempo, mis compañeritas de la Facultad. No me aceptaban en ningún grupo, estaba más solo que el obelisco. Me metí en uno, todas chicas, en un descuido y presumiendo que trabajaba en una revista de arquitectura (mentira todavía, porque ese sueño se cumpliría dos años después). No me dieron el número de teléfono ni por broma (yo a todas, por supuesto), soportaba estoicamente no entender nada de lo que decían, jamás hablaron de historia y seguramente casi nada de arquitectura, viste? Fue un verdadero calvario, estaba rodeado, probablemente, del grupo más hermoso de descerebradas que pudiesen reunirse en la Facultad. Muchachas hermosas, sin un dedo de frente, que tenían asegurado el futuro en empresas o ateliers de decoración o, simplemente, en opulentos hogares argentinos de clase media alta que ellas mismas se encargarían de fundar. Abandoné las dos o tres materias que intenté cursar por la mañana. Perdí casi un año (porque era todavía época de “boludo” que no “robaba” una materia ni por broma). No pude lograr la más mínima señal de com-pañerismo, era demasiado tonto y, porque no, un poco resentido políticamente hablando (quizá estos recuer-dos sigan siendo así). Así que me largué sin más, alegando que esa Facultad no era para mí. Viendo las tablas de surf en los techos de portentosos autos que les esperaban para dirigirse al Norte, enfilaba nuevamente al sur en mi querido 33, vacío de empulpaditas y machonas compañeras nocturnas, que sin duda revalorizaron sus acciones frente a mi estúpida e inútil experiencia mañanera en la Facultad.

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